Por Antonio Castilla Sánchez
¿Cómo está usted? Es lo primero que pregunto nada más poner un pie en su primer asfalto. Y sí, le hablo de usted. Hasta que no pasa un tiempo y la creo algo más mía el trato siempre tiene que ser cortés y educado.
¿Cómo es usted? Pregunto también. Nunca me contestan de inmediato. Siempre, o casi siempre, se hacen las desentendidas, o los desentendidos, según sean ciudades, o pueblos, o campiñas… y se hacen de rogar, hasta que de algún modo me responden; pero lo hacen al rato, o al mucho rato, cuando ella, la ciudad, o el pueblo, o la campiña, también me hacen suyo, como uno más, aunque solo sea de forma interina.
Esta vez toca una ciudad. Llego al hotel, me dan la habitación 315. Subo, inspecciono la habitación y sonrío. Antes de deshacer la maleta, me asomo a la ventana y admiro su primer fotograma. Bajo desde la tercera planta. Saludo a las dos recepcionistas y me sumerjo en las calles.
Es lunes, pero a mí me sabe a sábado. Puedo ver el paso de su gente, el tránsito de sus coches, el ajetreo de sus comercios, la estética de sus monumentos, el follaje de sus parques… Puedo ver esa asfixia oxigenante que recorre sus venas como glóbulos rojos llenos de energía. Puedo, entonces, intuir cómo está y cómo es. Ya ha empezado a entablar cierta conversación conmigo. Al principio pudiese ser que fuese algo reacia, distante; pero después se va abriendo, poco a poco, conforme se acostumbra a verme pisando sus asfaltos.
Camino y camino siguiendo las propuestas que me hacen las guías de turismo. Y todo se me va dibujando como un islote. Un islote que me aleja de todo lo mío anterior, y también lo futuro. Es lo bueno de viajar, que te encapsulas en esa ínfula y se te para el tiempo. La mochila que todos llevamos cargadas de adversidades la solemos vaciar para cargarla de ropa cómoda.
Y entonces pienso que existo, que existo más que nunca, porque ahora soy yo rodeado de esa isla, como un náufrago voluntario que se agarra en una tabla llena de vida.
¿Cómo está usted? “Bien, como siempre, hoy algo plomiza”, me dice. Y me da igual que el día sea gris, triste, alegre, soleado… Siempre que vamos de visita deberíamos de quererla en cualquiera de las condiciones.
Hago caso de lo que me aconsejan. Y veo aquí y allá. Voy de un lado a otro rompiendo las suelas de mis zapatillas en su piel. Termino cansado, eso sí. Y cuando ese cansancio hace mella, me siento en cualquiera de sus mesas. Y entonces es cuando mejor me impregno de lo imperceptible: su respiración. Me siento a tomar cualquier avituallamiento, con preferencia de lo que mejor se le dé en cualquiera de sus cocinas, y a beber el mejor caldo que tenga. Y me recreo en el aliento de ella: el bullir de los peatones por las aceras y los comercios, los coches gritando sus incoherencias, aquel gato que hurga en un contenedor, sus guardias, el color de sus taxis, el parque que tengo enfrente, el cielo encapotado, el gris de aquella iglesia…
Antes de que me quiera dar cuenta el viaje llega a su final. Es hora de hacer las maletas. Me entran ganas de abrir las ventanas y cantarle un bolero. Un bolero de despedida. “Hasta pronto querida”, le digo.
Y no puedo evitarlo, antes de recoger todo lo mío que en esos días he ido desperdigando por la habitación 315, me asomo a la ventana y disparo una última fotografía. Y me entran otra vez ganas de cantarle un bolero.