Por Alberto Otero Vilariño
Cuando éramos adolescentes, Germán, Eladio, Álvaro y yo fantaseábamos cada verano con recorrer Europa. Nunca habíamos salido de España, excepto el viaje de fin de curso a Valença do Minho en sexto. Todos los institutos de Coruña hacían un viaje a Valença. Pero para nosotros, Portugal es algo nuestro, no es el resto de Europa.
Cada año, cuando llegaba la primavera, nos jurábamos que de ese verano no pasaba. Nos proponíamos ahorrar para no tener que pedir mucho dinero a nuestros padres. Una parte del viaje la haríamos en tren, otra en autostop, en autobús. Dormiríamos en albergues. Llevaríamos una tienda de campaña. Germán y Eladio tocaban la guitarra. Podíamos sacar algo de dinero a los pies de la Torre Eiffel, a la entrada del museo Van Gogh. Descartamos Londres. El avión nos saldría demasiado caro. Roma tampoco, quedaba muy al sur y nos alejaba del centro de Europa. París, Amsterdam, Munich, quizá Praga o Milán.
Los sábados por la tarde íbamos a casa de Álvaro a escuchar música. Siempre llevábamos algún disco nuevo que nos dejaban en el instituto. El último de los Rolling, Dire Straits, Eagles. Sultans of Swing nos traía la niebla de Irlanda. Hotel California nos llevaba a las playas de Malibú. Escuchar aquella música era lo más parecido a viajar que teníamos a finales de los 70 del siglo pasado.
El verano del 78, cuando teníamos dieciséis años, ninguno de nuestros padres apoyó la idea. Quizá tenían razón, aunque en aquel momento no se la quisimos dar. Ya al final de la primavera sabíamos que no íbamos a ir. Al verano siguiente, los padres parecían estar más receptivos, pero Germán se echó novia dos meses antes. El viaje ya estaba bastante avanzado, pero finalmente se abortó. Éramos como los mosqueteros, o todos o ninguno.
Los años fueron pasando. Raro era ya el sábado que íbamos a casa de Álvaro a escuchar música. El viaje por Europa se fue diluyendo en nuestras cabezas. Desapareció de nuestras conversaciones, de nuestros sueños, casi sin darnos cuenta. Eladio empezó a estudiar Arquitectura. Los fines de semana de verano trabajaba de extra haciendo bodas. Germán se fue a Sevilla. Álvaro empezó a trabajar. Pronto compró coche, pero ya no disponía de un mes entero para recorrer Europa. Y yo me eché novia. No fuimos conscientes, pero ya no éramos los mismos.
Hoy, cuarenta años después, todos estuvimos en París, Londres, Amsterdam. Eladio recorrió Holanda en autocaravana hace un par de años con Natalia, su mujer. Álvaro estuvo en Berlín con Marisol, ya en esta nueva Alemania que no existía en aquella época. Germán, por motivos profesionales, recorre los cinco continentes con más frecuencia de la que le gustaría. Ya es abuelo, y prefiere pasar su tiempo libre con su nieta.
Mi último viaje fue a Roma, en junio. Fue idea de Susy, aquella novia con la que empecé cuando aún el viaje por Europa ilusionaba el alma de aquellos cuatro mosqueteros. Creo que le desilusionó que yo no mostrara mucho entusiasmo cuando me lo propuso.
Nos hospedamos en el Anantaro Palazzo, un palacete situado en la Piazza della Repubblica, con vistas a las antiguas murallas. Visitamos el Coliseo y el Vaticano. Recorrimos la Via Appia, el mercado del Campo dei Fiori, al que dedicamos una mañana entera. Fueron siete días maravillosos.
El último día, antes de regresar, cenamos en la terraza del 4 Fiumi, en Piazza Navona. Fetuccini con boletus y lubina a la sal. El sumiller nos recomendó Rosé di Neré, un rosado siciliano que nos supo a poco. La temperatura era muy agradable y la plaza bullía. Payasos, retratistas y músicos callejeros se mezclaban con los viandantes. Había un grupo de jóvenes compartiendo trozos de pizza a los pies de Saint Agnese in Agone. Me acordé de todos aquellos planes truncados verano tras verano, de las disculpas que encontramos, de los problemas que nos inventamos, de aquel viaje que no fue. Vendrán otros veranos, pero aquel verano ya pasó. Aquel viaje, ya nunca lo haré.