El viaje que no hicimos

Por María Caballero García

Beatriz lleva horas despierta. No consigue dormir en una cama que no sea la suya. A su lado, Manolo ronca con la misma potencia que en casa. Él posee una facilidad increíble para adaptarse a cualquier lugar o costumbre. La mujer intenta levantarse sin despertar al marido. No quiere que entre al baño el primero. Sus largas duchas lo dejan inundado de vapor y a ella se le encrespa el pelo. Hoy no tiene tiempo de arreglárselo con esmero. A las ocho, han quedado con el guía turístico para la primera excursión de sus vacaciones. Antes tienen que desayunar, lo que les llevará un buen rato. El hombre probará en el bufé todo lo que se le antoje. Nada más entrar en la ducha, ya tiene al marido apoyado en el quicio de la puerta. Con los ojos entornados se rasca la calva. Bosteza varias veces. Se despereza igual que los osos al salir de la cueva tras la hibernación. Le dice que sigue teniendo un cuerpo increíble y a ella se le esfuma el malhumor por no haber dormido bien.

Eligen una mesa al fondo, delante de la amplia cristalera desde la que se ve la playa. A los dos les gusta jugar a adivinar si las personas que entran en el salón se llevan bien, o terminarán discutiendo durante el desayuno. Sobre discutir ellos saben bastante: llevan haciéndolo media vida. A pesar de las discusiones y los habituales gritos en casa, el rencor no reina entre ellos. Se quieren y se respetan, con sus diferencias y sus inevitables roces de convivencia. Acaban de cumplir treinta y cinco años de casados. Para celebrar las bodas de coral han elegido un destino paradisiaco, en España, por supuesto; no hay que irse lejos para hacer un viaje inolvidable. Lo que importa es la compañía, dirá Manolo si tiene oportunidad. Y Beatriz pondrá los ojos en blanco con el gesto irónico que a él tanto le molesta.

—Este hotel se parece a aquel en el que estuvimos en nuestra luna de miel.
—Nosotros no tuvimos luna de miel…
—¡Ah, no! Puede que tú no la tuvieses, gatita. ¡La mía fue maravillosa!
—¿Y cómo fue tu luna de miel, listillo?

La mujer se encandila con las historias del marido: siempre son distintas. Describe de una manera vívida los viajes que nunca tuvieron y que, ahora, ya jubilados, intentan disfrutar. No será como haberlos hecho entonces, la edad no perdona. También han perdido la pasión que les abrasaba de jóvenes. Manolo parece adivinar los pensamientos de Beatriz. Deja de prestarle atención al cruasán con mantequilla y mermelada y desliza la mano por debajo de la falda de vuelo. Disfruta provocando a su señora; cuanto más se resiste a sus juegos de viejo seductor, más empeño pone en salirse con la suya. El marido ríe con una risa franca; muestra una dentadura postiza perfecta. La mujer se ruboriza como una colegiala pillada en una mentira, contenta de despertar el deseo en su hombre. Mientras él continúa con los juegos carnales, ella corta en pedazos generosos el cruasán y se los introduce en la boca. No les preocupa llegar tarde a la excursión. El grupo los recibirá con mala cara. Protestarán, con razón, por su impuntualidad: les pillará el calor de regreso al hotel. El marido traga el último pedazo de bollo. Se bebe el zumo de naranja a las prisas, sin perder las ganas de bromear.

—¿Te acuerdas de cuando hicimos el amor en la playa?
—Nosotros nunca hemos hecho el amor en la playa.
—¡Ah, no! Pues tenemos que hacerlo esta noche. 
—¡Tú estás loco!
—No nos quedan muchas oportunidades para divertirnos, gatita. ¿Qué me dices?
—Manolo, no me líes…

El matrimonio sale del salón agarrado de la mano. Él cuenta otro viaje que tampoco hicieron. Ella quiere creer que estuvieron allí y lo ha olvidado; solo necesita que se lo recuerde.

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