El último viaje

Por Raquel Eulogio Ruíz

 
 Ha sido el último viaje de Carlota. Su rostro refleja un amago de sonrisa mientras su cuerpo menudo reposa plácidamente en la arena junto a la orilla del Mar Menor. ¿Hice bien al traerla? Puede que no. Puede que su hijo me odie por someter a su madre a un largo viaje estando enferma con un cáncer terminal. Dejándola morir como ella desea.

Comencé a trabajar como enfermera en la planta de oncología dónde la conocí. Es una mujer muy agradable y cariñosa conmigo. Y ayer, después de tres meses, me contó la historia de este viaje inesperado para mí. 

Hace cuarenta y dos años, Carlota se fue de viaje con sus dos primas a la Manga del Mar Menor. Estando tomando el sol en la playa le salpicaron con arena. Sorprendida se incorporó para ver quién le había llenado de arena el cuerpo. Entonces lo vio. Sus miradas se cruzaron saltando chispas de electricidad. Ese chico se disculpó muy nervioso e intentó limpiar la arena de su cuerpo con sus propias manos. Carlota, escandalizada, le soltó un bofetón y salió corriendo hacia el apartahotel en el que estaba veraneando con sus primas. Pero, con las prisas, se dejó la toalla y las chanclas. Pasaron un par de horas antes de que se diera cuenta de la pérdida de sus pertenencias y volviera a la playa a recogerlas. Al llegar a la playa, no estaban. Las estuvo buscando durante media hora hasta que desistió e internándose en el mar quiso aliviar el calor que sentía. 

Flotaba boca arriba meciéndose con las escasas olas cuando una sombra se cernió sobre su rostro. Al abrir los ojos, allí estaba él de nuevo. Ese chico tan atractivo. Del susto se hundió como una piedra tragando una bocanada de agua salada. Unos brazos la ayudaron a salir a la superficie del agua y le colocó una toalla por los hombros. Su toalla. Cuando pudo dejar de toser le dio las gracias y se presentaron. Empezaron a hablar y no dejaron de hacerlo durante todos los días de sus vacaciones. Se enamoraron locamente. Intercambiaron direcciones. Y cada día, se mandaban hermosas cartas de amor. Al año siguiente, Carlota volvió a viajar al mismo lugar. Francisco, que así se llamaba el chico, se le declaró en la misma playa dónde la conoció. Paso otro año igual, lleno de cartas de amor a diario. A excepción de las últimas dos semanas. Carlota dejó de recibirlas.

Llegó el día en el que volverían a encontrarse. Tan nerviosa y preocupada por la pérdida de noticias de su amor fue a la playa a buscarlo. No estaba. Se dirigió a la casa de Francisco. Una mujer vestida de negro le abrió la puerta. Era la madre de Francisco. Reconoció a Carlota y, llorando, le comunicó la terrible noticia. Francisco había muerto en un accidente de tráfico. 

El dolor fue terrible. Nunca ha podido superar su pérdida. Ese día, Carlota juró que viajaría todos los veranos allí a recordar cada momento que vivió allí junto a su gran amor. 
Con el tiempo, Carlota se casó con un hombre que la quería mucho. Tanto la quería, que entendía su necesidad de viajar sola una semana en verano a ese lugar que le traía tan maravillosos recuerdos de su primer amor.  

Después de escuchar esta historia tan enternecedora, me fue imposible negarle ese viaje a esta enternecedora anciana en su lecho de muerte. Por lo que, aún sabiendo que me van a despedir, le quité las vías que llevaba enchufadas. La ayudé a vestirla y la metí en mi coche. Nos pasamos por su casa para cambiarse de ropa. Quería verse bella para reencontrarse con su gran amor. Le escribió una carta a su hijo contándole lo que iba a hacer y, por mucho que lo amara, quería morir dónde fue más feliz y no en una cama de hospital. 

Volvimos a subir al coche y cinco horas más tarde llegamos a nuestro destino. Su rostro que durante todo el viaje había estado pálido y ojeroso, cambió al ver el mar. Se transformó en felicidad y pude ver a la joven chica que veraneaba allí. 

Ya no respira. Su alma está con su gran amor. Descansa en paz. Me alegro de haber sido la conductora de su último viaje. Ahora debe comenzar el mío.

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