El bolsito rosa

Por Josefina María Bonmatí Quesada

Los viajes saben un poco a despedida y un poco a encuentro. Por eso, en ellos hay una eterna contradicción y un sentimiento de culpa renovada a cada km de distancia que nos separa de lo familiar, de lo cotidiano. 

Cuando, tras meses de preparación, me embarqué con dos grandes maletas en aquel humeante tren camino de París, no imaginaba que algo dentro de mí iba a cambiar.

 El vagón era amplio, dotado de todas las comodidades posibles, el trayecto duraba cinco horas. Me senté en el puesto que me correspondía según mi billete, junto a la ventanilla, mi lugar favorito. El único asiento que continuaba vacío era el contiguo al mío. El tren se puso en marcha y con su monótono traqueteo comencé a divagar observando los paisajes que, como diapositivas vivas, surgían y se desvanecían tras el cristal del ventanal que tenía junto a mí. 

Cuando ya llevábamos más de media hora circulando, apareció una anciana llegada del vagón trasero. Era menuda, vestía una larga falda de terciopelo color berenjena conjuntada con una chaqueta de cachemir en tonos rosados, cerrada con botones de nácar. Tenía un porte aristocrático que unido a su espalda erguida, la hacía parecer más alta y de inmediato me vino a la memoria la imagen de esas bellas bailarinas rusas, de edad indefinida.  Calzaba unos botines de ante en color rosa también. Sus cabellos, casi azules, estaban recogidos en un alto moño con una pinza dorada. Portaba únicamente un bolso de mano, también en rosa. Su mirada era clara, sus ojos, azules, aún conservaban un brillo juvenil y sus mejillas blancas resaltaban por la coquetería de un suave colorete. Me dio las buenas tardes, sonriente, con una voz cuyo acento no pude asociar a ningún lugar conocido. Hablaba muy despacio y me preguntó si podía sentarse a mi lado. Yo asentí y la ayudé a acomodarse. Observé que sus manos, pequeñas y huesudas, no podían disimular un temblor continuo, fruto de un párkinson, pensé. A pesar de ello, había una elegancia natural, una cierta distinción en sus movimientos.  Cuando se sentó a mi lado me di cuenta de que estaba acostumbrada a estos trenes porque de inmediato bajó la bandeja que tenía enfrente y colocó sobre ella su bolsito rosa. Lo abrió y con mucha calma comenzó a vaciarlo. Yo intentaba no mirar, pero la curiosidad me podía. En primer lugar, sacó lo que parecía una antigua moneda de oro, con la efigie de una mujer.

A continuación, extrajo una campanilla en metal dorado, labrada con esmero, que empezó a sonar debido a los temblores de sus manos. Con firmeza, pero de forma delicada, la colocó sobre la bandeja para aplacar el sonido. Después, apareció un pequeño reloj de bolsillo cuya caja tenía incrustaciones  de lapislázuli, sujeto a una larga leontina y finalmente, sacó un hermoso broche art decó con forma de ginkgo y un cristal tallado en múltiples facetas, asemejando un brillante. Fue colocando cada uno de los objetos junto al otro, formando un círculo concéntrico sobre el improvisado mostrador. Yo estaba extasiada contemplando aquel ritual. Hasta ese momento no me había dirigido la mirada, pero una vez vaciado su bolso, se giró hacia mí y con voz pausada me habló: “Mi nombre es Adelaida, toda mi vida ha sido un viaje, un largo viaje, y estos objetos son mis preciados tesoros, procedentes de lugares recónditos. Siempre los llevo conmigo porque cada uno de ellos me evoca un momento vital. El sonido de la campanilla me trae músicas lejanas, la moneda me recuerda que todo tiene un precio, el reloj me dice que nuestro tiempo es limitado, el broche me habla de la belleza que hay en el mundo, y este cristal me sirve para entender que existen otras formas de mirar la vida”.

Acabado su parlamento, volvió a guardar las cosas con la misma delicadeza con la que las extrajera minutos antes, se levantó y la vi encaminarse hacia el vagón delantero, hasta que cruzó la puerta y la perdí de vista. Yo estaba fascinada. ¡Aquella elegante mujer llevaba consigo, en un diminuto bolso rosa, toda su filosofía de vida! No pude evitar sonreír al pensar en mí y mis dos grandes maletas, tan llenas de cosas como vacías de alma. Pero el viaje de mi vida no había hecho más que empezar…

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