Desayuno con sfogliatella

Por Albino Monterrubio

Al bajar la escalerilla del avión y pisar tierra en el aeropuerto de Capodichino, una extraña sensación que subía desde el pecho le dificultó la respiración. Sofocado, tomó una profunda bocanada de aire que le inundó los pulmones de un ligero sabor a mar.

En el taxi dio al conductor la dirección del hotel y se hundió en el asiento parapetado tras las gafas de sol. Las instantáneas del presente, desfilando fugaces a través de la ventanilla del coche, se mezclaban con imágenes del pasado, dibujadas en su mente con un tinte brumoso. De la última ocasión en que pisó Nápoles, donde nació y vivió sus primeros años, solo se acordaba de las lágrimas de su madre llorando en silencio y abrazándole emocionada al subir al avión. Nunca supo lo que sucedió entre sus padres. Desde que se fueron a vivir a casa de los abuelos en España, hablar de la vida de antes se convirtió en un tabú. Jamás le enseñaron ni una foto. La incapacidad de imaginar la cara de su progenitor le obsesionaba. Con diecisiete primaveras, una tarde, a la vuelta del instituto, ella le dijo que él había muerto en soledad. Ese día decidió que en algún momento volvería a Italia a visitar su tumba. Quizá eso le ayudara a recordar su rostro.

Hacía seis lustros de aquello y todavía no se había atrevido a realizar el proyectado viaje. No obstante, pasadas pocas semanas tras la muerte de su madre, la idea volvió a rondarle la cabeza. Sin pensárselo, compró el billete de avión y reservó dos noches de hotel. La primera jornada en la vieja ciudad desató un torrente de recuerdos. Asombrado, se percató de que podía rescatar memorias y sensaciones que creía olvidadas: el chillido de las gaviotas planeando sobre la bahía; los ruidos caóticos del tráfico y los gritos de los vendedores callejeros; el calor de la mano de su padre que agarraba con fuerza la suya unas Navidades, mientras buscaban las figuritas de un buey y una mula en la abarrotada Vía San Gregorio Armeno; las hileras de ropa ondeando mecida por el viento entre las modestas casas de los Quartieri Spagnoli…

Encontrar dónde estaba enterrado su padre no fue difícil. Bastó dar un nombre y un año al operario del Cimitero Delle Fontanelle. Las indicaciones le encaminaron a un nicho. Por el camino renacieron sus esperanzas al comprobar que algunas tumbas tenían una imagen del difunto que -si bien borrosa por efecto del paso del tiempo- le hubiera ayudado a recordar. No fue así: Carlo Lerbini y una fecha, ya conocida, eran los únicos datos de referencia. Depositó unas flores a los pies del nicho y abandonó el cementerio con sentimiento de culpa. Le desasosegaba no haber sido capaz de derramar siquiera una lágrima.

Al día siguiente, al recoger el escaso equipaje, cumplió con la costumbre de revisar cajones y armarios hasta los más recónditos rincones para asegurarse de que no olvidaba nada. En el último cajón del descomunal aparador que presidía la estancia, en una esquina difícil de acceder, su mano topó con un objeto. Era un paquete rectangular, envuelto en deteriorado papel de estraza. Aquello no era suyo, así que lo guardó en la mochila para entregarlo en recepción. Seguramente pertenecería al anterior cliente.

Al salir de la habitación notó un pinchazo en el estómago -la noche pasada la congoja le había impedido cenar- por lo que decidió sustituir el capuchino apresurado de otros días por algo más contundente. De hecho, había escogido aquel hotel porque recordaba con cariño los desayunos de los domingos en aquella magnífica terraza desde la que se podía gozar de las mejores vistas de la ciudad. Aunque a él entonces el paisaje le traía sin cuidado, le encantaba comer sfogliatella sentado en las rodillas del cabeza de familia, que cada domingo le contaba un cuento nuevo de su invención.

Acompañado de un café y sfogliatella -las tradiciones se mantenían- observó a sus pies la imponente mole del Castell dell’Ovo y la silueta del Vesubio que recortaba el horizonte. Sí, era indudable: la mejor panorámica de todo Nápoles. Quiso buscar la cámara para llevarse al menos ese recuerdo, pero al abrir la mochila vio el paquete. Cuando lo depositó encima de la mesa, sintió un raro impulso que le obligó a abrirlo. Al quitar el envoltorio, que se deshizo al tocarlo, apareció un libro cuyo título desbocó los latidos de su corazón: «Cuentos para Roberto». Autor: Carlo Lerbini. Lo abrió con dedos temblorosos. Entre las páginas, una instantánea color sepia en la que un hombre joven y un niño sentado en su regazo aparecían sonrientes en aquella misma terraza, con el volcán como fondo. Detrás, escrito con caligrafía anticuada, un solo mensaje: «Gracias por las flores».

Con el dorso de la mano, Roberto limpió la gruesa lágrima que acababa de caer sobre la foto. Por nada del mundo hubiera querido estropearla.

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