Habitación 305

Por Luis Ramón Alberti

Antes de iniciar la lectura de este relato le rogaría que mirase la cubierta de este libro. Pase sus dedos por ella. Luego hojee sus páginas. Escuche el sonido que producen y sienta su tacto. Sus sentidos lo certifican. Real, ¿no? Esta historia es tan verdadera como el ejemplar que tiene entre sus manos. Créame. 

Todo comenzó con un final. Mi mujer me abandonó. Fue un desenlace inesperado, pero posiblemente merecido, a un largo matrimonio. A las puertas de mi jubilación me aguardaba una solitaria e inesperada recta final de mi vida. Mi hija, tan maternal ella, en un intento de consolarme, me regaló un viaje. Ahora pienso que quizás lo hizo para dejar de oír mis sollozos cargados de amargura. Sea como fuere, me encontré con mi mochila y pasaporte en el aeropuerto, rumbo a un seductor destino.

La ciudad escogida por mi hija era irrelevante. Cualquier población española reúne múltiples atractivos para el viajero ávido de escapar, por unos días, de una existencia rutinaria. Llegué bien entrada la noche y le di al taxista el papel con la dirección escrita del hotel. Estaba cansado y deseaba apoyar mi achacosa espalda en un colchón. El recepcionista de noche, quizás leyendo la fatiga escrita en mi cara, realizó un eficiente y rápido “check in”, entregándome la llave de la habitación junto a mi tarjeta de registro. Introduje mecánicamente la llave en la cerradura electrónica y, sin deshacer la mochila, me tumbé en la cama quedándome dormido. Hasta aquí todo muy normal. Puede parecerle hasta un poco aburrido. Paciencia, ahora llega lo extraordinario.

Al día siguiente, después de tomar una revitalizante ducha, bajé a desayunar. Una simpática camarera me saludó en español con un marcado acento francés. La bollería estaba exquisita. Tras el desayuno solicité en recepción una guía de la ciudad y salí a la calle para encontrarme en… ¡París! Durante unos momentos me quedé desconcertado. ¡Ayer noche yo estaba en una metrópoli española! Miré la guía que me habían facilitado y que llevaba en la mano: “Guide de Paris”. Bueno, ya que estaba aquí, ¿por qué no disfrutar de la Ciudad de la Luz? 

Fue un día maravilloso que se hizo muy corto. Regresé al hotel, ya de noche, y subí a la habitación. Adherí el imán con la efigie de la torre Eiffel, que había comprado como recuerdo, en la puerta del mini bar y me acosté planificando mentalmente las visitas que iba a efectuar la jornada próxima. Solo que a la mañana siguiente ya no estaba en esa increíble ciudad.

En efecto, asombrado lector o lectora, resulta que, de alguna misteriosa forma, despierto cada mañana en un destino diferente, y no estoy hablando del “metaverso”. Puede ser en una ciudad o en una paradisiaca playa. En hoteles diferentes con empleados siempre amables que me saludan por mi nombre. Lo único que permanece inalterable es mi habitación. Una aposento que se ha convertido en una personal cápsula navegadora. Durante el tiempo que llevo en ella, he visitado Praga, Londres, Oviedo y otras muchas ciudades. Pero también he tomado el sol en Cancún, Mallorca y en las  Islas Seychelles. La puerta del mini bar ahora está llena de imanes, memoria palpable de mis desplazamientos. Sí, lo confieso, he tenido algún que otro ligue en este largo periplo. Nada serio. Al fin y al cabo son amores de una sola noche. De vez en cuando llamo a mi hija. No parece que me añore mucho.

Hasta aquí mi relato. No sé cuánto tiempo durará esta aventura. Ya no hago planes de viaje, me dejo llevar. Quizás usted y yo nos crucemos en algún pasillo de hotel o compartamos espacio en alguna cafetería tomando el desayuno. Si no le saludo debe disculparme y entender que soy un viajero solitario e inquieto, que no permanezco mucho tiempo en el mismo lugar. Pero si nuestras miradas se encuentran, y sospechamos el uno del otro, sepa que no le cederé mi habitación. La habitación 305.

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