Por Eugenia García Pérez
Siempre me gustó el sabor de los caramelos de violetas, me transportan al MADRID de mi niñez. Yo no tenía más de ocho años cuando mi abuelo me llevaba de la mano paseando por sus calles, estaban llenas de letras, leyendas e historia. En la plaza mayor saltaba en los adoquines que me llevaban hasta la estatua de Felipe II, lo miraba y le guiñaba el ojo, él subido en su caballo me devolvía el saludo con un beso lanzado al aire. La puerta del Sol se presentaba majestuosa, engalanada de madroños al que se quería subir un oso enorme. Siempre me paraba a mirar el escaparate que la mallorquina exhibía para deleite de mis ojos. Pilas de fuentes cubiertas de todo tipo de pasteles, merengues, borrachos, lionesas, suizos y mis caramelos preferidos. Yo con la cara pegada al escaparate, observaba atontada la cantidad de envases en los que estaban depositados estos caramelos. Miraba con cara de no haber roto un plato a mi abuelo y él a mí, hasta que me decía que pasara dentro y eligiese uno. Me gustaba mucho una maletita de cuadros rojos y verdes que una vez abierta era un manjar en mi boca.
Después de conseguir el preciado tesoro, seguíamos por la calle Alcalá donde hay una gran puerta, yo no conseguí ver la puerta porque no tenía madera, era transparente y podía entrar y salir sin que hubiera una llave. Cruzamos la calle y llegamos al maravilloso parque del Retiro que está lleno de estatuas, me invitaban a asistir esta noche a una fiesta en palacio, sus fuentes lanzaban agua a borbotones y su sonido se unía al crepitar de las hojas que en este mes revoloteaban entre mis pies. Los barquilleros ofrecían sus dulces con una música que me hacía bailar. En el templete un grupo de chulapos bailaban un chotis. Un gran lago se abría majestuoso entre los caminos que conducían a un embarcadero, nos gustaba subirnos a las barcas y allí abría mi caja de violetas. No me gustaba compartir mucho, así me duraban más.
Escuchaba historia de los Austrias y los Borbones embelesada por la explicación que me daba mi abuelo- él sabe mucho- y sin apenas darme cuenta, llegábamos a una fuente donde una señora tiraba de unos leones, se llama las Cibeles y yo quiero subirme para conducir el carro, por supuesto no me dejó. Nos paramos a descansar en un banco de la Castellana, esta vez abrí mi caja de violetas y le ofrecí una, sé que le gustan tanto como a mí, pero no me pide para que yo las disfrute. Retomamos el camino hacia un edificio enorme que es un museo de pintura, me di cuenta que se llama Museo del Prado y que está lleno de cuadros por todos lados. Quedamos en que el domingo lo visitaríamos acompañados de mi abuela. Madrid está lleno de museos de todo tipo.
Era la hora de comer y yo tenía hambre. Los pasos nos llevaron a un local donde se come un buen cocido y que no te puedes perder, aparte de mis caramelos de violeta, ¡claro! En el bar sonaba una canción que me llamó la atención, hablaba de una violetera, yo la escuche con mucha atención. No sabía que las violeteras las vendían, pensaba que solo eran ramitos de flores con sabor a caramelo. Hoy degustando una de ellas, he saboreado el recuerdo de esos días paseando por MADRID.